No es conocida en exceso la creación musical contemporánea de Costa Rica fuera del ámbito cultural centroamericano: aunque nombres como los de Benjamín Gutiérrez, Bernal Flores –fundador de la Cátedra de Composición de la Escuela de Artes Musicales de la Universidad de Costa Rica–, ambos nacidos en 1937, o la largo tiempo afincada en México Rocío Sanz (1934-1993) han asomado tímidamente fuera de sus fronteras, todo un grupo de compositores, cuyas fechas de nacimiento se sitúan entre 1948 y 1966, caso de Mario Alfagüel, Luis Diego Herra, Alejandro Cardona, Carlos Castro y Marvin Camacho, han tomado ya su relevo y reivindican un merecido conocimiento.
A esta generación pertenece Eddie Mora Bermúdez (1965), quien, tras emprender estudios musicales en su ciudad natal de San José con los mencionados Gutiérrez y Herra, perfeccionará su adiestramiento como violinista y compositor en el Conservatorio Chaikovsky de Moscú entre 1983 y 1992, finalizando su recorrido formativo, ya de manera particular, en 2003 con Yuri Vorontsov, maestro de otros creadores como Artem Vassiliev, Anton Bukanov o Elena Langer, y a su regreso a Costa Rica asumirá un papel protagonista como intérprete, director de orquesta y profesor de diversas materias en la citada Escuela de Artes Musicales, al tiempo que fundaba su Seminario de Música Contemporánea en 2001 y ocupaba, desde 2003, el puesto de director artístico de la Orquesta Sinfónica de Heredia.
Pese a su juventud, el catálogo de Mora es amplio – desde la inicial Danza (1995), para contrabajo, cuarteto de marimbas y tres percusionistas, o el Concierto para marimba y orquesta, de 1996, hasta, por ejemplo, los Tres fragmentos orquestales (2006), con contribuciones tan notables como la Cantata (1998) sobre versos de Federico García Lorca o el espectáculo Combate (2004)– y le ha valido en cuatro ocasiones la concesión del Premio Nacional de Música de Costa Rica ‘Aquíleo Echeverría’ por sus obras Escenas infantiles (1997), Bagatelas para cuarteto de fagotes (1998), Miniaturas (2001) y Amighetti (2003); el presente registro es testimonio de esta fecundidad y de la consecución de un estilo maduro, representado por una selección, diversa en efectivos instrumentales y propósitos expresivos, de la parcela más reciente de su extensa producción camerística.
Ya en Retrato V (2005), cuarteto de cuerda en dos tiempos y último de una serie de ‘retratos’ que se fechan ese mismo año –Retrato [I], para orquesta; Retrato II, para piano; Retrato III, para cuarteto de fagotes y clave, y Retrato IV, para flauta, clarinete, violín y violonchelo–, se muestra el gusto de Mora por los gestos mínimos, tanto desde el punto de vista rítmico como interválico, que trae a la memoria el tratamiento temático de un Janácek y la impronta de los procedimientos minimalistas: tras un primer movimiento, de ritmo moderado, en que la voluntad de canto de las secciones centrales se ve enmarcada por el juego tonal en torno a la altura La y a la indecisión entre modalidad mayor y menor, sucede sin solución de continuidad un movimiento scherzante, de sabor dvorákiano en su universo modal, aunque firmemente anclado en Re mayor, y en el tratamiento del ostinato como cimiento para el despliegue melódico del violonchelo y del primer violín.
En Fragmentos [I] (2006), septeto integrado por un cuarteto de cuerda, piano y dos percusionistas, la yuxtaposición de tempi (Larghetto-Adagio-Andante-Allegro-Larghetto-Allegro-Larghetto) invita a pensar en el concerto barroco, aunque la introducción de procedimientos aleatorios controlados en el aspecto rítmico, el uso de la percusión en la conclusión de algunas secciones y el valor expresivo del glissando y del portamento apunta hacia una mayor modernidad, como también lo hace el enrarecido clima tímbrico inicial, la libertad en la sucesión de centros tonales y la naturaleza enérgica del ‘Allegro’; destaca, junto a ello, un tratamiento melódico que, por el énfasis semitonal y la audible tendenciacatabática del bajo (‘Adagio’), remite claramente al lamento barroco y a la emotividad tortuosa de autores como Alfred Schnittke.
Por su parte, Fragmentos [II] (2006), dedicada al guitarrista Ramonet Rodríguez, ahonda en la escritura del compositor para un instrumento habitual en su producción –en 1999 le consagró un concierto y comparece en varias ocasiones en su música de cámara– y recupera el espíritu de la fantasía renacentista en las secciones introductorias, retomadas a lo largo de la breve pieza y en la coda y definidas por una noble melodía arpegiada, en tempo ‘Calmo, libre’, y por la intención melismática que parte de una altura Si reiterada; sin embargo, esta actitud improvisatoria da paso, sin olvidar el recuerdo de la melodía inicial en la octava grave del instrumento, a una sección central de animación y agresividad crecientes en ritmo ternario, que se apodera paulatinamente de todo el registro de la guitarra, e invoca en determinado momento la sonoridad percusiva del quijongo, arco musical propio de la tradición indígena de Costa Rica y Nicaragua.
Este mismo año 2006, el compositor aborda la composición de las tres primeras piezas de un grupo de obras, tituladas genéricamente Silencio, en que incide en algunas de las conquistas técnicas ya comentadas: así, en Silencio I, dúo para violín y piano, la escritura rítmica libre de la sección inicial y su tensión entre dos centros tonales a distancia de semitono conduce a un coral agudo del piano sobre el fondo ostinato grave y sincopado del violín, sobre la altura Si, antes de recuperar el clima inaugural, con un mínimo movimiento interválico del instrumento de cuerda y la consunción total rítmica y dinámica del discurso, resuelta la tensión armónica en Re # menor. También Silencio II, para violonchelo y piano, opta por un comienzo disperso, ritmo indefinido y dinámica contenida, con la repetición de una célula de tres notas, expuesta por el piano en varias octavas y ampliada luego por la cantilena del violín; la sección central, notablemente contrapuntística, despliega en tempo ‘Lento’ una incipiente melodía desde el registro grave en la tonalidad de Sol menor que, tras alcanzar una breve cadenza del violonchelo, cierra el arco formal en una coda estática y muy estable en la tonalidad de Re b mayor. Mayor complejidad presenta Silencio III, atípico cuarteto (trombón y trío de cuerda), que despliega una tonalidad expandida, aunque con claros asideros: su primer movimiento, de tempo muy moderado, explota los gestos del portamento, el glissando y el mordente como elementos constitutivos, para dejar emerger en la cuerda una melodía con carácter de coral, respondida en breves alocuciones por el trombón y resuelta en Fa menor mediante una cadencia plagal; el segundo movimiento retoma el elemento del mordente en un contexto radicalmente diferente, una implacable marcha binaria en ostinato, arraigada en Do menor, y cuyos ritmos angulosos y acritud expresiva traen ecos de un irónico Shostakovich y del ingenio disonante del Stravinsky del Dumbarton Oaks Concerto, antes de concluir en una impetuosa coda.
Silencio IV, un año posterior, retorna a la formación de dúo, en este caso conformado por violín y violonchelo; de nuevo la libertad rítmica y el corte semitonal de la escritura melódica, en torno a la altura La y su entorno inmediato (de Sol # a Re b), presiden su primer movimiento, para dar paso, en el segundo, a una agitada danza ternaria, que recupera por momentos el material del inicio de la obra, y que se distingue por su denso cromatismo, la aspereza en el uso de dobles y triples cuerdas y la obsesividad rítmica, al modo de un nuevo ‘allegro barbaro’ bartókiano; sin embargo, la expresiva coda final, en que el sonido se desvanece para alcanzar el silencio absoluto en un lento glissando hacia el agudo, desmiente rotundamente tan implacable marcha.
Por último, La niña y el viento –en una versión que confía al sintetizador las partes compuestas originalmente para arpa y cuarteto de percusionistas– vincula su creación a la música escrita por Mora para el espectáculo Amighetti, estrenado, con coreografía de Sandra Torijano y diseño de escena de Eduardo Torijano, en el Teatro Nacional de Costa Rica el pasado mes de septiembre de 2008, y toma como estímulo inicial la cromoxilografía del mismo título, fechada en 1968 por el artista plástico costarricense Francisco Amighetti (1907-1998); el carácter descriptivo de la composición, y la capacidad sugerente del grabado de Amighetti, quedan recogidos en un timbre irreal –armónicos de la cuerda, dinámicas ppp– y en la ingenua melodía en Re mayor que, figura sobre un fondo indeterminado y compacto, comparece fragmentada a lo largo de sus compases.
Germán Gan Quesada
Profesor del departamento de Arte/Música Universidad Autónoma de Barcelona
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